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Cuando entré al programa de doctorado en historia de la Universidad de California, Berkeley, en 1990, mi intención era estudiar historia diplomática de México, específicamente el período del presidente Lázaro Cárdenas. Sin embargo, dos cosas me desviaron de ese proyecto: ser asistente en una clase sobre historia social de Latinoamérica y tomar un seminario sobre historiografía norteamericana. En el curso sobre historia social me di cuenta de que muchas de las decisiones tomadas por los líderes latinoamericanos fueron, de hecho, impulsadas por movimientos sociales, lo cual me intrigó muchísimo. En el seminario sobre historia norteamericana leí el libro de William Cronon, Changes in the Land, del cual me enamoré completa e inmediatamente. Entonces cambié de idea para la tesis. Me pregunté si la decisión de nacionalizar el petróleo que tomó Cárdenas en 1938 no tendría un movimiento social de trasfondo no reconocido. Eso me llevó a investigar la historia de los trabajadores petroleros. Cronon me inspiró, al mismo tiempo, a buscar cuales habían sido los efectos ambientales de la explotación petrolera en México. De allí nació una tesis sobre trabajadores y medio ambiente en la industria petrolera del norte de Veracruz, la cuna de la explotación petrolera en México. Tras darle muchas vueltas al marco teórico del trabajo después de haber recibido el doctorado, llegué a la conclusión de que existía algo que llamé “la ecología del petróleo” en el libro que publiqué para 2006. La trayectoria cambió la forma en la que veía el mundo, tanto a la naturaleza como a los humanos que formamos parte de ella.
Mi despertar ambiental había sido bastante reciente, tan sólo unos dos años antes de entrar al doctorado, en Nicaragua. Allí vivía yo entonces, como cooperante, en solidaridad con la revolución sandinista. Trabajaba en derechos humanos, el compromiso que había adquirido con Latinoamérica desde antes de obtener la licenciatura, tras participar en las marchas de protesta en Washington, DC, en contra de la política exterior de Estados Unidos hacia Centroamérica, mientras estaba yo en la universidad en Princeton, New Jersey. Entonces decidí que quería ver lo que significaba vivir una revolución. Aunque mi trabajo se enfocó en las violaciones a la leyes de guerra y el derecho internacional en el campo nicaragüense, el andar trotando por las montañas nicas me acercó a changos gritones, jaguares huérfanos y bosques tropicales nunca vistos. También di cuenta de la situación tan precaria del medio ambiente: vivía en un vecindario ubicado muy cerca de una planta química que lanzaba sus desechos al aire con tanta fuerza que me daban dolores de cabeza en los fines de semana que pasaba todo el día en casa. Eso me concientizó. Aprendí más de los muchos ambientalistas extranjeros que iniciaron un sinfín de pequeños proyectos sustentables por todo Nicaragua, entre ellos Benjamín Linder, un amigo que fue asesinado por contrarrevolucionarios en 1987 cuando montaba una pequeña planta hidroeléctrica en un pueblito llamado El Cuá. No obstante, mi enfoque profesional y personal seguían siendo los seres humanos más que la naturaleza.
Cronon cambió eso. La idea de que el paisaje tenía historia me cayó como una bomba intelectual. De repente, no podía ver nada a mi alrededor de la misma forma. Me dí cuenta, por primera vez, que había pasado mi niñez en un desierto, en Tijuana, México, en la frontera con Estados Unidos; que era una chica netamente urbana; que nunca había ido a acampar; que tampoco había aprendido a nadar; que las mascotas me eran desconocidas; y que la única naturaleza que conocía a fondo era un geranio en una maceta. ¡Tanto que recuperar! Me he pasado los casi veinte años desde que leí a Cronon maravillada por la naturaleza en todas sus formas. No obstante, sigo comprometida con la historia social, profundamente convencida de que hay que reconocer que hay diferencias de poder entre los grupos humanos y que la desigualdad está íntimamente ligada a la degradación del planeta.
Aún sigo siendo enormemente torpe ante la naturaleza. Todos los caballos que he montado me han querido tirar o morder los pies. Le tengo tanto respeto al mar, que no me meto ni a las más pequeñas olas. Mi hijo me regaló mis primeras mascotas cuando cumplí 48 años, dos cuyos, los cuales bauticé como “Frida” y “Evita” porque pensé que eran hembras, pero resultaron ser machos. Entonces les cambié los nombres por “Che” y “Fidel.” Vivieron muy felices por años, corriendo y brincando por la sala, royendo la silla mecedora de madera nicaragüense hasta que la dejaron como filigrana. Todavía no he aprendido a nadar, pero eso no me detendrá de mi afán de regresar a Baja California para ver las ballenas. Esa será mi próxima vacación, sin duda.
Mientras tanto, en las clases de historia ambiental Latinoamericana que imparto en Saint Mary’s College, al norte de California, trato de inculcarles a mis alumnos no tan sólo el aprecio por la naturaleza y su historia, sino también el valor por la igualdad y la justicia social, ya que no puede existir el uno sin el otro.