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Yo nací en Panamá en 1950, hijo de un médico y una maestra, que después llegaría a ser una geógrafa extraordinaria. Aquel era un país “a un Canal pegado”, como lo describiera el periodista argentino Gregorio Selser, que nos quiso tanto. No se llegaba al millón de habitantes. Dos tercios del territorio estaban cubiertos de selvas tropicales, al Norte y el Este, poblados por pueblos indígenas que en aquel entonces eran llamados con el nombre de las tierras de donde provenían: Guaymíes, en Occidente; kunas en el Atlántico Nororiental; Chocóes en el Darién, que hoy se llaman a sí mismo Ngöbes, Bugles, Gunas, Emberáes y Wounan. El otro tercio era un gran potrero, con un par de ingenios azucareros intercalados y una zona bananera en la región limítrofe con Costa Rica. Y en pleno centro, de mar a mar, el Canal y su Zona, bajo el control del Gobierno de los Estados Unidos, y bajo la custodia de sus fuerzas armadas.
Las décadas de 1950, 1960 y 1970 fueron de crecimiento económico, que en nuestros países suele venir acompañado de deterioro social y degradación ambiental. Pero en aquel entonces las cosas no se veían así, y la migración campesina a la periferia de la capital, y la apertura de fronteras de colonización en las selvas del Atlántico y el Darién eran hechos propios del desarrollo, que acarrearía progreso, que nos llevaría a la civilización a través de – entre otras cosas – la lucha contra la naturaleza tropical. En ese medio hice yo mis primeros estudios. Después – por una serie de circunstancias afortunadas – continuaría mi educación secundaria en Chile, entre 1962 y 1967, para seguir después con una Licenciatura en Literatura y Lingüística Hispanoamericana y Cubana en la Universidad de Oriente, en Cuba, entre 1968 y 1973; una Maestría en Estudios Latinoamericanos de Ciencias Sociales en la Universidad Nacional Autónoma de México, entre 1977 y 1979, y un Doctorado en Estudios Latinoamericanos de Filosofía e Historia, en la misma Universidad entre 1992 y 1995. Todo ello, de Cuba en adelante, con la compañía constante de José Martí.
Entre la Maestría y el Doctorado, conseguí trabajo en Panamá en una empresa pública llamada Proyectos Especiales del Atlántico, creada por el gobierno del General Omar Torrijos para llevar desarrollo y esperanza a los campesinos que estaban colonizando esa región del país. Allí tuve mi experiencia directa de lucha contra la naturaleza, y aporté mi cuota de apoyo a la deforestación, la ganaderización y la prospección minera de una región que había estado muy poblada hasta la llegada de los europeos al Istmo en el siglo XVI, y en la que desde entonces la selva tropical húmeda había vuelto a campar por sus fueros.
El espectáculo de la destrucción del bosque, y mi propia complicidad en ese proceso, fueron los dos motivos que me fueron llevando hacia el ambientalismo primero, y hacia la historia ambiental, después. Eso, y Lourdes Lozano, mi compañera desde aquellos años, que supo y sabe mostrarme el mundo tal como se ve desde el portal de un ranchito campesino.
Con ese haber llegué a mi tesis de Doctorado en la UNAM, dedicada al intento de crear un marco de referencia para el estudio de la historia ambiental de América Latina, y desde entonces habito en el tema. De entonces acá, he logrado dos cosas de las que me siento realmente orgulloso. Una fue colaborar en la creación de la Sociedad Latinoamericana y Caribeña de Historia Ambiental, en 2003. La otra, haber escrito en 2014 el ensayo Panamá, un territorio en tres tiempos, que sintetiza en siete páginas, y proyecta al futuro, lo que la historia ambiental ha podido enseñarme sobre mi tierra y mi gente a lo largo de estos años.
De todo eso, me queda lo siguiente: haber entendido que – siendo el ambiente el resultado de las intervenciones de los humanos en la naturaleza, mediante procesos de trabajo socialmente organizados -, si queremos un ambiente distinto tendremos que construir una sociedad diferente. Es a la luz de esa verdad evidente que la historia ambiental examina el pasado desde los temores que hoy nos inspira con toda razón el futuro que se anuncia en un presente marcado por la transformación masiva del patrimonio natural en capital natural, en un proceso autodestructivo que lleva a extremos sin precedentes la vieja combinación de crecimiento económico con deterioro social y degradación ambiental.
Y es a la luz de esa verdad, también, que la historia ambiental debe abordar esa tarea en dos planos cercanos, pero distintos de colaboración con otros. Uno, el de otros campos del saber de la nueva cultura de la que ella misma forma parte, como la ecología política, la economía ecológica, y el estudio de los procesos de formación y transformación de la cultura de la naturaleza en nuestras sociedades. El otro, los nuevos movimientos sociales, del campo y de la ciudad, que tanto ha contribuido y contribuyen a enriquecer la complejidad y el carácter innovador del ambientalismo latinoamericano.
En nuestra América, decía Martí, “no hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza”. Es en el marco de esa batalla que crecemos con el mundo, para ayudarlo a crecer. Esto es el núcleo más íntimo de lo que he aprendido en estos 63 años. Esto, y la más persistente confianza en el mejoramiento humano, en la utilidad de la virtud y en el compromiso cultural y moral de quienes fundamos la Sociedad Latinoamericana y Caribeña de Historia ambiental, y de quienes se han venido sumando a ella para ayudar a entender mejor el mundo, para convertirlo en el lugar adecuado para que nuestra especie despliegue sus mejores cualidades, se reconcilie con el conjunto de la creación, y pueda hacer la historia ambiental, finalmente, la historia general de la Humanidad.
GCH, Panamá, Navidad de 2013.